viernes, septiembre 09, 2016

Y nunca debí migrar a Windows 10

Desde septiembre de 2014 tengo un laptop Packard Bell, un equipo básico con Intel Celeron y 4GB de RAM, que para mi desempeño doméstico habitual debería ser suficiente... pese a traer Windows 8.1 de serie.
Y era suficiente, al menos durante casi un año fue más que apto para todo lo que hacía: pero a finales de julio de 2015 apareció la famosa actualización a Windows 10 y, pocas semanas después, el rendimiento del equipo con Windows 8.1 comenzó a caer en picado. 
Pasé de tener un equipo con Windows 8.1 a uno con Windows No Responde, que era el título de todas las ventanas. Eso hizo que empezase a pensar en la viabilidad de actualizar a Windows 10, pero empecé a dar largas pensando que alguna actualización solucionaría el problema: quise pensar bien pese a que, en mi fuero interno, sospechaba que Microsoft estaba penalizando el rendimiento de aquellos equipos que no se actualizasen a Windows 10.
Mi laptop, entonces con Windows 8.1, iba lento pero... funcionaba, experiencia ésta que cambió drásticamente al actualizar a finales de julio de este año a Windows 10.
Actualicé a Windows 10 y, sí, el equipo parece que funciona más fluidamente... cuando funciona. Voy casi a reinicio diario del PC y, además, me quedo sin conexión a mi wifi doméstico con frecuencia.
Con Windows 8.1, si perdía la conexión wifi, se reconectaba solo... con Windows 10 no hay forma a menos que reinicie el PC. Sí, tengo que reiniciar para volver a conectar a mi wifi, algo que no es necesario con mi netbook Linux y mi teléfono Android.
Cambié la configuración de mi enrutador para facilitar las cosas y durante unos días fue bien, sin problemas, pero volvió a suceder: borré el perfil wifi en Windows y fue bien durante unas semanas.
Ayer comenzaron de nuevo los problemas con el wifi. Hoy otra vez. Y pienso en otra migración, la que quizás debí hacer desde que tuve el laptop en mis manos: instalar Linux y olvidarme del surrealismo de Windows.

No hay comentarios:

Publicar un comentario