miércoles, diciembre 19, 2007

La cuesta

Este es mi pequeño homenaje al Maestro en el Año de Horrores sin Nombre


Ascendiendo por la empinada cuesta, típica de urbe castellana, resbalando en las escasas aunque molestas placas de hielo, fruto de la frialdad del suelo tras la noche glacial. Subiendo jadeante mientras su aliento formaba vaharadas, demostrando así la contundencia de la temperatura, con la mirada perdida, ensimismado en sus pensamientos: era este el estado en el que se desplazaba, paso a paso, metro a metro.

El ensimismamiento de la mente se sumaba a la fatiga del cuerpo, formando un binomio extraño de desgaste íntegro, manifestado en unos ojos que no parecían pendientes de una realidad que, en forma de una cuesta helada, le apremiaba a continuar la marcha, mientras el látigo del frío reforzaba esa urgencia.

La figura parecía perdida en la calle, desubicada, rompiendo la completa calma del lugar con su accidentado paso: un paso irregular, errático, sujeto a tropiezos y resbalones frecuentes, pero que no daba muestras de cesar. El camino seguía, y la figura solitaria avanzaba hacia un destino que esperaba la incierta llegada de sus pasos.

La creciente claridad aportaba matices irreales y la luminosidad, en su rico despliegue de brillos mágicos, desbordaba el panorama con matices oníricos al reflejarse contra el océano de cristal incrustado en los edificios. El hombre de la mirada perdida comenzó a observar el fenómeno del amanecer en la ciudad todavía dormida, aflojando su paso, arrastrado por la vehemencia del momento, capturado por el hechizo del día naciente y algo más... una fuerza primaria, oscura, superviviente de evos extraños y un mundo ya distante, una fuerza acechante, viva y muerta a la vez, antinatural y pretérita.

Ya no hubo ciudad de ladrillo y cristal, arrancada por las moles de piedra negra plagadas con oquedades de siniestra oscuridad. Ya no fue la luz anaranjada del amanecer la que le alumbró, sino el rutilante centelleo de unas estrellas extrañas, inundando una noche jamás de ellas tan poblada, salvo en épocas por nadie recordadas, en las que ni las más remotas formas de la vida tal y como la conocemos habían salido de la sopa primordial. Observó las cilíndricas y pétreas construcciones, horadadas por túneles y aperturas de significado desconocido, intrigantes testimonios de misterios primigenios. Y chilló.

Sus pulmones se vaciaron en un grito, un único grito, esfuerzo último de una cordura que se rompió allí. Su mirada ya no estaba perdida, sino fija, fija en ese punto en el que su mente afrontó la última batalla, perdida irremediablemente ya.

El lugar donde las formas, de obscenidad antinatural, ajenas a este mundo, flotaban retorciendo sus semitransparentes y cartilaginosos cuerpos, entremezclando probóscides y tentáculos, formando una cortina de apéndices fundiéndose, naciendo deformes y efímeros frutos de la abominación reinante, entre burbujeantes explosiones de una materia ajena a la comprensión... como en una pesadilla de Lovecraft.

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